Capítulo 310
En ese momento, una mano suave la detuvo. Raquel se adelantó y miró a doña Sara. -Abuela, ¿ de verdad quieres romper relaciones conmigo?
Doña Sara respondió con firmeza: -¡Así es!
Raquel miró a María: -¿Mamá, tú también piensas lo mismo?
¿Raquel no es hija biológica de ustedes?
Esa frase también resonó en los oídos de María. Había estado observando a doña Sara; sabía perfectamente lo que su suegra estaba pensando.
Sin embargo, María curvó levemente los labios en una sonrisa extraña y enigmática.
Al escuchar la pregunta de Raquel, se colocó de inmediato detrás de doña Sara, con una
expresión de aparente incomodidad. -Raquelita, realmente eres muy desobediente. No me queda más que hacerle caso a tu abuela.
Doña Sara y María estaban decididas a romper todo lazo con ella.
Tras la muerte de su padre, ellas dos eran las personas más cercanas que le quedaban en el mundo.
Una era su abuela. La otra, su madre.
Pero una y otra vez, le demostraban que no eran quienes ella creía.
Raquel asintió con la cabeza. -Muy bien, como ustedes quieran. ¡A partir de ahora, no tengo ningún vínculo con la familia Pérez!
Doña Sara no podía estar más satisfecha. Para ella, cualquiera que no fuera útil para la familia Pérez debía ser desechado como basura.
Y más aún alguien como Raquel, que había abandonado los estudios a los 16 años; una auténtica mancha para la familia Pérez.
María y Ana sonrieron.
En ese momento, se produjo un alboroto a su alrededor. —¡Llegó el presidente Alberto!
¡Alberto había llegado!
Raquel levantó la mirada y vio cómo la multitud se abría automáticamente para dejarle paso. Uno de los protagonistas del día, Alberto, hacía su entrada triunfal.
Llevaba un traje negro hecho a medida, impecable y elegante. Con un grupo de guardaespaldas despejando el camino y rodeado por el personal del evento, su presencia imponía respeto.
2/2
Parecía un rey descendido del cielo.
-Presidente Alberto, por aquí, por favor.
Alberto avanzó con paso firme.
Carlos también había llegado. Hoy, el joven de Solarena estaba especialmente apuesto, con un gran ramo de rosas rojas en las manos.
Carlos exclamó con entusiasmo: -¡Alberto! Hoy por fin mi diosa hará su aparición. Cuando termine su discurso de clausura, voy a subir al escenario y le entregaré estas rosas.
El rostro de Alberto, noble y apuesto, permanecía imperturbable.
Ana se adelantó de inmediato: -Alberto.
Alberto se detuvo y la miró.
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