Capítulo 45
La voz de Pablo resonó con furia infantil, cargada de un enojo que apenas podía contener. Con las manos plantadas en la cintura, su pequeño cuerpo temblaba de indignación mientras miraba a Esmeralda con ojos encendidos.
-¿Eres mi mamá! ¿Por qué le haces comida rica a ella?
Y luego estaban esas coronas de flores rojas, como pequeños tesoros que aún danzaban en su mente. Deberían ser suyos, no de Araceli. Ella no solo era una intrusa, sino una usurpadora que le robaba lo que por derecho le pertenecía. ¡Qué tremenda injusticia!
Esmeralda apenas giró el rostro hacia él. Sus ojos, duros y sin un ápice de calidez, lo
atravesaron como si mirara a un extraño.
-Pablo, tú fuiste quien dijo que quería otra mamá -respondió con una calma que cortaba más que cualquier grito.
Él titubeó, desconcertado por la firmeza en su voz.
-Yo… sí lo dije, pero todavía no lo he hecho.
-¿Y crees que todo funciona como tú quieres? -Esmeralda alzó una ceja, y una risa seca escapó de sus labios-. ¿Quién te crees que eres?
¿Qué era ese niño frente a ella? ¿El mismo al que había arrullado en noches interminables, al que había cuidado con un amor que ahora le parecía un espejismo? Qué cruel burla del destino: equivocarse de hombre y, peor aún, traer al mundo a alguien que solo le devolvía desprecio.
-Te lo voy a dejar claro. -Se puso de pie con un movimiento elegante, tomando la mano de Araceli con una suavidad protectora-. No es que tú no quieras a esta mamá; es que yo, hace mucho, dejé de quererte como hijo.
Pablo se quedó inmóvil, atrapado en un torbellino de emociones que no sabía nombrar. Era solc un niño, y esas palabras lo desnudaron, dejándolo sin defensas. La miró fijamente, buscando en su rostro algún rastro de la madre que conocía, pero no lo encontró. Nunca lo había mirado así, con esa distancia insalvable. Nunca le había hablado con esa indiferencia que le apretaba el pecho.
-¿Y qué de eso de que tu papá se divorcie de mí? -continuó Esmeralda, soltando otra risa amarga, como si la idea fuera un chiste privado-. Pregúntale a él si tiene el valor de hacerlo.
Sin añadir más, dio media vuelta y se alejo, con Araceli tomada de su mano, como si Pablo no existiera. Él, aún aturdido, sintió cómo el mundo se le venía encima. Entonces, el llanto brotó, desgarrador y descontrolado. Se dejó caer al suelo, sollozando con tal fuerza que varios maestros corrieron a levantarlo, pero sus manos pequeñas se aferraban a la tierra,
inconsolables.
Esmeralda ni siquiera volteó. Entró al kindergarten con paso firme, guiando a Araceli con
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Capítulo 45
delicadeza.
-Araceli, ve tranquila a tus clases y olvida todo esto, ¿sí? -le dijo, suavizando la voz como un
bálsamo.
La niña, todavía aturdida, se limpió la nariz con el dorso de la mano y alzó los ojos hacia ella.
-¿Tía, de verdad eres la mamá de Pablo?
Una punzada atravesó el corazón de Esmeralda. Biológicamente, sí. Pero en ese momento, el lazo se sentía roto, lejano.
-Araceli, ¿puedes guardar un secretito para la tía? No se lo cuentes a los abuelos, ¿vale?
-¡Claro, tía! -respondió la pequeña con una chispa de entusiasmo-. ¡No diré nada!
Y levantó su meñique, tembloroso pero decidido.
-¡Tía, hagamos una promesa!
Esmeralda sonrió apenas, entrelazando su dedo con el de la niña.
-Promesa de meñiques, cien años sin cambiar.
Mientras tanto, la señora Carrera observaba a Pablo, que lloraba hasta quedarse ronco. Esmeralda ya no estaba a la vista, y no le quedó más remedio que tomar el teléfono y marcar al padre del niño, Valentín.
-Hola, ¿es usted el papá de Pablo?
Del otro lado, la voz de Valentin llegó cargada de impaciencia.
-¿Qué pasa ahora?
-Es que… soy la maestra del kindergarten -explicó la señora Carrera, titubeante-. Pablo está muy alterado, tiene la ropa sucia. ¿Podría venir por él?
Valentín soltó un bufido de fastidio.
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